Una tarde común y silvestre, en una ciudad llamada Santiago, envuelta de cerros y smog a destajos. Por fin suena mi celular, que generalmente sirve para ver la hora o imitar que converso con alguien cuando tengo que desahogarme (me pregunto como será ese “alguien”, ¿Yo misma?).
El asunto es que me quedé sintiendo el vibrador del celular en el bolsillo para disfrutar la llamada, e imaginar que sería él, mientras tanto me sudaron las manos y el corazón se me salía por los ojos.
Preferí no mirar quién llamaba.
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